Cantaba el gigante
una canción de amor,
y el valle amable
todos se detenían a escuchar su voz.
Cuenta que su canto
fue celebrado por el colibrí de la laguna,
por el cóndor de las alturas,
por el jaguar de la espesura
y por los ingas de la luna.
Que la canción que entonaba el gigante
se nutrió de aroma tan puro como suave,
de la paz que brinda el cielo de los Andes,
de la magia y belleza que brotan en la selva,
y de la alegría de quien se sabe
en conexión con la tierra.
Que la destinada danzaba cubierta de grana,
que en sus finos tobillos hierbas llevaba,
y que un halo de luciérnagas
su frente iluminaba.
Dicen que se marchó,
agradecida y feliz,
la pareja sembrando
en dos huellas el maíz.
Y hubo quien agregó:
“Yo me sé esa letra”,
y otro más soplo su quena
cuando los tambores remplazaron al trueno.
Y yo creí escuchar tu voz,
creí escuchar el amor.
Creí escuchar tu cuerpo,
siendo parte de la canción.
Al final se apagó el fuego
Y nos dijimos adiós,
Kaiakama, señor.
Y me fui silbando
el fragmento de
recuerdo,
que aún conservo.
*Hasta mañana en lengua inga.
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