Cae la
lluvia sobre la ciudad;
la noche
acontece así, siempre igual:
Carros,
luces que encandilan los ojos,
estudiantes
que corren de un lado a otro.
El hombre
que anda por los restaurantes,
realizando
un monólogo de sus desdichas,
y al
final extiende la mano
por un
plato de comida para él y su familia.
El perro
que duerme en el andén,
esperando
que algún vecino se apiade de él.
Las
noticias en el televisor de la tienda,
que la
gente mira y por costumbre comenta:
“Aquí
siempre es la misma mierda... nunca pasa nada”.
Después...
las calles solitarias,
las
sombrillas averiadas,
las
colillas arrastradas por el agua.
Las luces
que se apagan,
la
silueta de un gato en la pared,
la llave
que por suerte hoy no olvidé;
y la
habitación en donde acaba,
cada
noche mi jornada.
Pero hoy,
para alegría mía,
no
concluyó aquí mi día.
Pues al
cerrar la puerta,
escuché
cómo descendía tu voz por la cordillera.
Tu voz
cálida, tu voz risueña,
que me
decía en lengua propia:
“No te
preocupes, venceremos la distancia,
falta
poco para estar juntos en casa”.
Fueron
suficientes tus palabras
para
sentirte otra vez cercana,
para
querer dar otra batalla,
para
confirmar que eres la mujer que esperaba,
y para
agradecerte por estar aquí,
y hacerme
tan feliz, mi niña amada.