Nace la luna como una fruta blanca del
centro de los árboles
y la lluvia camina despacio, con pasos de
gato,
por las faldas del galeras, en dirección a
Pasto.
Yo veo a la luna crecer y morir cada noche
en mi ventana.
Y usted no está, señora lechuza, para que
en sigiloso vuelo
cace las penas que corren libres por mi
pieza.
Mis sueños no se acostumbran al silencio,
y por eso la buscan en el ulular del
viento.
En esta época de mal tiempo, me preocupa
su salud y su vuelo.
Y más cuando sé que no lleva la bufanda
que tejió en Sibundoy
nuestra amiga Auka, la hechicera de la
montaña.
Temo también que pueda un relámpago arrebatarle
la luz a sus ojos,
y que el brillo de su mirada no vulva a
iluminar mi cara.
Que una ráfaga de río azul descomponga su brújula,
y haga que su vida vaya en dirección contraria
a mi alma.
Por eso, apago las luces y abro las
ventanas,
quemo la última alternativa que tengo para
ver de nuevo sus alas.
Y sin más percusión que los tambores de mi
corazón,
inicio una danza maya alrededor del fuego,
para que mis latidos se esparzan por el
cielo
y puedan sus oídos escuchar mis
sentimientos.
La hechicera —que viajó al centro de la
Tierra—
me dijo que esta
forma de comunicación nunca falla.
Y que puede usted —si de casualidad se
encuentra cerca—
pasar a verla.
Que le brindará
descanso, durante el día, en sus propios brazos.
Y que al llegar la
noche le ayudará a encontrar el viento perfecto
para aligerar sus
vuelo.
Señora lechuza,
tome ese viento,
vuelva pronto, en
el Valle de Atriz,
junto al fuego, yo la espero.